martes, 11 de agosto de 2020

Manual de pandemia: comenzar un trabajo

Como el confinamiento parecía fácil, al poco tiempo subimos un nivel de dificultad.

Empecé a trabajar a jornada completa y no exagero ni un poquito si os digo que somos la única pareja con un hijo con una discapacidad que conozco que trabajan los dos a jornada completa. Así que imaginad la pérdida de poder adquisitivo que supone tener un miembro con discapacidad en la familia, más el tiempo y gasto en terapias, citas médicas, recoger recetas, etc. Y da una idea de la conciliación que existe y cómo de integradoras son las escuelas.

Mi primer día de trabajo fue presencial. Llevaba un mes justo sin salir pero tenía tos, así que la primera salida fue a hacerme la prueba del coronavirus. El médico de cabecera me mandó un formulario por correo electrónico y con mis respuestas decidió darme un volante por la ventana de la consulta para ir al hospital.

Fuimos todos a por el volante con nuestras mascarillas y guantes. De verdad que me dio mucha ansiedad estar en la calle con gente y más con los niños.
Al hospital fui sola, habían habilitado el edificio más externo del complejo hospitalario solo para pruebas de coronavirus. Dije que tenía un volante pero no lo cogieron, en la calle una residente con todo el traje anticontagio te daba una encuesta, sin mirarla  y con una pequeña explicación te aceptaban para la prueba.

La doctora muy amable y con mucha paciencia me hizo la prueba, fue simpática hasta cuando me dio una arcada al meterme el palito y casi le empujé para apartarla y le pedí tiempo para prepararme para un segundo intento. Al día siguiente me llamaron para darme el negativo.

Así que tenía pista libre para empezar. Llegué a un instituto completamente vacío, la señora de recursos humanos me dio el contrato y otros papeles. El de informática me instaló el ordenador. Es de esos alemanes que han estado en España o Latinoamérica y se vuelven graciosillos (los hay que han estado y se mantienen normales). Encima iba sin mascarilla, se tosía en la mano y tocaba mi teclado. Por supuesto le rocié el bote de desinfectante a todo en cuanto se fue.

Después de ese día seguí teletrabajando, tenía dos jefes y pasaron muchas semanas hasta que pude conocerlos en persona. Nos reuníamos por videoconferencia, pero como ellos también tienen niños pequeños no encendían la cámara, así que no sabía ni cómo eran. Aprovechaban la siesta de los niños, pero siempre se lo olían, se despertaban y se metían en la conversación. Menos mal que estábamos todos igual.

Por las mañanas trabajaba Pomelo, yo me quedaba con los niños, ponía la lavadora y hacía la comida. De verdad que lo que más eché de menos en el confinamiento fue el comedor de los niños.

Lima ya había perdido para entonces toda motivación de hacer cualquier cosa. Se negaba a salir a pasear. Ya habíamos probado con todas las cajas de manualidades que le habían regalado por su cumpleaños. Aquí las manualidades son fundamentales para sobrevivir a las largas, frías y oscuras tardes invernales.

Kumquat se había acostumbrado a la tele, discutía con la Patrulla Canina, seguía las aventuras de Mickey y se ponía nervioso con los muñecos de Barrio Sésamo. Vamos que conseguimos tener a un segundo teleadicto. Y mira llegados a ese punto, barra libre de tele.

Al mediodía cambiábamos, yo me encerraba a trabajar y Pomelo aprovechaba la siesta de Kumquat para recoger ropa y limpiar la casa. Hasta conseguía entretener a Lima y que dejase la tele.

Nos apañábamos pero trabajábamos máximo seis horas cada uno. Como Kumquat se despierta a las 5 y Lima se acuesta a las 10, no tenemos forma de sacarle horas a la noche. Así que seguíamos trabajando los fines de semana.

Y bueno, para que no se haga esto demasiado largo, en la próxima os cuento el desconfinamiento.